ANALFABETISMO TRANSITORIO

Con suerte estoy escribiendo esta historia, una historia que comienza como empiezan muchas anécdotas: caminando por la calle. Realizaba yo esta acción tan cotidiana cuando me asaltó una muchacha en edad universitaria, muy alta y con una sonrisa extremada y espeluznantemente educada, que llevaba apretado contra su pecho uno de esos portafolios duros, donde portaba unos folios impresos con una serie de datos personales que debía rellenar el individuo al que consiguiera asaltar y detener con éxito. Como a todos, me dan pavor estas personas y siempre invento toda una serie de estrategias para huir de ellas pero, esta vez, fueron infructuosas. Tras lo que para mí fue un larguísimo monólogo sobre por qué necesitaba mi dinero, lo siguiente que tuve que hacer fue una acción aparentemente sencilla: rellenar uno de esos folios para más detalles posteriores.

Digo sencilla porque a todo el mundo se lo parece cuando se trata de escribir pero, en ese momento, me di cuenta de que no todo iba bien. Traté de escribir mi nombre y algo rarísimo sucedió, y era que aquella acción se me había prohibido en ese momento. Posaba el bolígrafo sobre la hoja de papel e intentaba hacer unos trazos legibles pero lo único que llegaba a esbozar eran garabatos. ¿Qué pasa? ¿Qué es esto? Le pedí a la muchacha en edad universitaria otro folio para corregir mi error pero volvía a suceder lo mismo: no había forma de que pudiera escribir una sola letra, no era capaz de hacer nada que pudiera leerse, eran sólo trazos de líneas hacia arriba y hacia abajo sin ningún sentido. Pero, ¿qué pasa?, ¿joder, por qué no me salen las palabras? No era posible que se me hubiera olvidado escribir, por Dios, eso no le pasa a nadie. Escribir es más que montar en bicicleta: escribir sí que no se olvidaba jamás.

Me alejé de ella, de aquel maldito folio, con las manos sudadas y mirando todo lo que me rodeaba para asegurarme de que aquello que me estaba pasando no era la realidad sino uno de esos sueños en los que intentas correr pero no puedes. Nada, no era un sueño porque salí corriendo a toda velocidad, y con éxito, hasta llegar a mi casa.

Más tranquilo, más calmado, haciendo balance de la situación, volví a coger una hoja de papel para ensayar y asegurarme de que todo había sido un mal momento y ya. Pero no, el mal momento seguía siéndolo porque seguía sin poder escribir una sola palabra, una letra. Garabatos, figuras extrañas, rayas. Yo sabía perfectamente lo que quería escribir, tenía en mi cabeza la imagen de las letras juntas que formaban la palabra a la que quería dar forma pero, a la hora de la acción, era como si mi mano se hubiera quedado inútil, como si no la controlara yo, como si estuviera dormida y le quedaran solo unas últimas fuerzas para hacer algunos trazos sin sentidos que me recordaran  que, de pronto, se me había olvidado escribir. 

Dada la situación, me dirigí a la consulta del médico en busca de una solución o explicación a semejante problema. El médico que me atendió era un señor de más de mediana edad, con el pelo canoso y al que ponían “don” antes de su nombre.

– ¿Ha tenido usted relaciones epistolares demasiado intensas las últimas semanas? – me preguntó, con una lasitud vocal nada alentadora.

– No, solía escribirme con mi novia, que está en el pueblo, pero las cartas no son ni intensas ni largas.

– La última lista de la compra, ¿era muy larga?, ¿los alimentos que tenía que escribir eran de estos nuevos que llegan de otros países?

 – No, no, todo de España, y yo casi no hago listas para ir a comprar, si siempre cojo lo mismo, ¿sabe usted?

El médico se me quedó mirando durante unos segundos como intentando averiguar si me lo estaba inventando, pero no me hizo ninguna prueba, no me hizo escribir en ningún sitio, ni me miró los ojos con la linternita esa ni me auscultó… no sé, las manos. Se apoyó en el respaldo de su silla al mismo tiempo que soltaba un suspiro traducido en cansancio vocacional y me dijo, sin mover un solo músculo de la cara, usted lo que tiene es analfabetismo transitorio. Le pasa a un porcentaje muy pequeño de la población, se desconocían las razones, pero pasa. Era reversible, en la mayoría de los casos, pero Dios dirá.

 – Léase un poema, a ser posible de Machado, cada ocho horas; cada seis, si el dolor y la angustia de no poder escribir se le hacen demasiado insoportables.

Volví a mi casa con angustia, tránsito constante de pensamiento y las Soledades bajo el brazo, agarrado con la mano a la que no le daba la gana escribir. Intentaba, entre poema y poema, escribir algo, pero pasaba lo mismo que llevaba pasando todo el día, y no había manera de hacer nada bien. Pensaba en cómo iba a ser mi vida a partir del momento en el que, llegado el caso, no volviera a escribir jamás. Era cierto que la tarea de escribir no era de las más imprescindibles en mi vida pero siempre venía bien saber hacerlo. Siempre venía bien dejar un post-it en algún frigorífico, escribir un número de teléfono, una nota de amor, una lista de la compra (¡Ay!, cuando vuelva a recuperar la facultad de escribir no volveré a pisar un mercado sin lista). ¿Y si, en un futuro, me daba por ser poeta? Nunca he hablado con un poeta pero siempre dicen que expresan sus sentimientos de forma más agradecida que el resto. Si yo quisiera, a partir de ahora, expresar mis sentimientos así, ya no sería capaz, y me parece raro ser un dictador como Borges en sus últimos años de vida.

Llamé por teléfono a Joaquín para que se pasara por casa y me dijera si él conocía algún caso parecido al mío, si había oído hablar de esto del analfabetismo transitorio, o si podía darme alguna pista que él creyera relacionada.

– Joaquín, amigo, como te lo cuento, que se me ha olvidado escribir, que lo intento y me salen de todo menos palabras, como si nunca hubiera aprendido. Yo cojo el bolígrafo bien, ¿eh? como se ha cogido siempre, y tampoco ejerzo mucha presión. Pero, nada, que no es cuestión de fuerza, es cuestión de ganas. Que la mano no las tiene y se ha rendido.

– A ver, prueba otra vez – me dijo, un poco extrañado de que eso fuera algo normal que te pasa un día normal.

Entonces, pasó… pasó lo que tenía que pasar. Pasó algo que me pareció más vergonzoso que no saber escribir. Cogí el bolígrafo, dispuesto a enseñarle a Joaquín mi enfermedad letal y, al mismo tiempo que empuñaba el arma, escuché la voz de mi amigo diciendo que por qué coges el bolígrafo con la mano derecha si tú eres zurdo. Y lo miré, con los ojos como platos, recordando una gran verdad. Y cambié el bolígrafo de mano y, de forma casi sensual, suave, sin reparos ni violencia, escribí mi primera palabra del día.

Londres 2020

Publicado por

Isabel

Madrid, 6 de julio de 1993 - Estudié filología hispánica en la Universidad Complutense de Madrid y tengo la inmensa suerte de dedicarme a ella cuando no tengo que trabajar.

4 comentarios en «ANALFABETISMO TRANSITORIO»

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