Su muerte generó un efecto extraño en mí, difícil y nuevo. No lloré en ningún momento y no sentí especial pena, quizá porque siempre había sabido que en algún momento esto iba a suceder. Pero fue la primera experiencia cercana que tuve con la muerte, aunque después tendría otras muchas más, mucho más dolorosas. Pero la muerte de mi abuela supuso una tristeza muy ligera, un amargo sabor de boca, un desequilibrio leve.
A los pocos días de que mi abuela muriera me llamó por teléfono un señor que decía que era el encargado de su herencia. Como era de esperar, mi abuela me había dejado todos sus ahorros, que no eran pocos, y el piso en el que antes vivía, que seguía en alquiler. Por un momento pensé en mi padre y en que, de estar vivo o haber dado alguna señal de vida, mi abuela lo habría puesto también en la herencia. Pero, claro, si mi padre no quería ser encontrado tampoco se le podía ofrecer nada. Lo pensé poco, no solía pensar en mi padre más de dos minutos seguidos cuando me venía a la mente. Lo que pasa es que, sin darme cuenta, me venía a la mente más a menudo de lo que yo creía.
Pues se acabó -pensé- se acabó ir a la residencia, se acabaron sus recuerdos, se acabaron las potenciales preguntas sobre la familia y se acabó, en definitiva, la vida que, hasta ahora, había conocido. Creía que ya no iba a tener más preocupaciones, aunque seguía pensando en aquella historia del color blanco más blanco del mundo. Llegué a hacer una búsqueda rápida en Internet y, efectivamente, ese color existía, pero no se decía nada del Aleph. Solo encontraba información sobre la cantidad de luz que incidía en él, casi el cien por cien, y sus propiedades reguladoras de temperatura, lo cual podría llegar a combatir el cambio climático. Pero nada sobre la locura de ver el Aleph y, de hecho, me sentí tan estúpida buscando eso, que cerré el ordenador y me fui a dormir.
No volví a darle más vueltas al tema. Mi abuela había muerto y, con ella, todo lo demás. Había muerto mi padre, definitivamente, porque no aparecía en la herencia, y esta historia iba a terminar de morir en cuanto recogiera todas sus cosas de la habitación de la residencia. Las iba a recoger y las iba a tirar a la basura, como hacía con los dibujos del día del padre, y recordaría a mi abuela en muchísimas ocasiones, pero no volvería a pensar más en ella. Ni en ella ni en mi padre.
La habitación de la residencia era una habitación de tamaño mediano con una cama, una mesita de noche, un armario, una silla y una ventana que daba al jardín donde paseaban los residentes. Mi abuela siempre se ponía la silla al lado de la ventana y pasaba las horas mirando a los demás viejos hacer cosas de viejo. Yo hice lo mismo el día que fui a recoger sus cosas. Me senté ahí y me puse a mirar, creyéndome mi abuela; como cuando era pequeña e imitaba sus gestos. Me levanté, por fin, a recoger sus cosas: la poca ropa que tenía, utensilios de higiene y una caja verde metálica con una llavecita que mi abuela llevaba siempre al cuello. Recordé la llave, la recordé en su cuello, pero no se la quité y la enterré con ella. Imagino, ahora, que pertenecía a esa caja metálica. De ser sinceros, abrí la caja a la fuerza porque recordé que mi abuela tenía algo de dinero en metálico y pensé que podía estar ahí guardado, pero lo único que encontré fue un puñado de cartas sin remitente.
De mi padre. Las cartas eran de mi padre, lo que quería decir que seguía vivo y que, además, estaba escondido en alguna parte. Y a juzgar por las cartas, que no eran más de diez, mi padre parecía acostumbrado a escribirlas, por lo que pensé que en casa de mi abuela debería haber más. También me daba la sensación de que las cartas eran demasiado banales, quizá porque temía que las revisaran en la residencia, quizá porque a una madre con Alzheimer no se le podía contar mucho más.
– Disculpa, ¿me estás diciendo que un señor venía casi regularmente a visitar a mi abuela y yo no estoy al tanto de ello?
– Lo siento, dimos por hecho que lo sabías y esto es una residencia de ancianos, no un colegio.
Esa es la respuesta que obtuve cuando pregunté quién rayos le entregaba las cartas a mi abuela. No me lo confirmaron pero me dijeron que las únicas personas que la visitábamos éramos un señor casi de su misma edad y yo. Pero no pude concentrarme, en ese momento, en averiguar quien era ese señor porque ya tenía metido entre ceja y ceja que en casa de mi abuela tenía que haber más cartas.
Llamé a los inquilinos del piso y les pedí que recogieran sus pertenencias más privadas porque tenía que pasar a buscar algo muy importante, que sabía que sonaba raro pero que tenían que dejarme hacerlo. Y me puse a mover armarios para ver si había alguna puerta secreta detrás, a dar golpecitos en las baldosas para ver si había alguna suelta y cosas así, cosas de que me estaba creyendo la protagonista de una película malísima. La propia inquilina fue la que me dijo que, si fuera ella, guardaría esa cosa tan secreta en el altillo del baño. ¡El altillo del baño! Estaba tan acostumbrada a él que no se me había ocurrido y, total, siempre lo veía como una simple trampilla en el techo del baño, pero jamás había visto a nadie entrar ahí, ni yo tampoco había entrado. Ni si quiera la inquilina lo había visto como algo útil.
Abrí la trampilla a duras penas y ni siquiera tuve que entrar porque me encontré, de bruces, con una caja que contenía más de cien cartas.