CAPÍTULO 3

Todo parece inmensamente desolador cuando no puedes dormir. Los muebles parecen más grandes, los pasillos más largos y el sonido de la nevera es estresantemente intenso. Mis pensamientos no me dejaban tranquila, a pesar de que había tomado la decisión de no leer las cartas, de no querer saber nada de ese asunto. Pero la voz de mi conciencia, como un sonido más de la noche, me empezaba a exigir respuestas. Me exigía saber dónde estaba mi padre y entender las razones por las que había estado ausente, las razones por las que había desaparecido. O entender las palabras de mi abuela en la residencia, esa confesión que pretendía asociar a una vieja demente pero que estaba empezando a coger una forma que me aterraba, me daba miedo o pereza.

Y mi vida consistía siempre en evadir los pensamientos que me agobiaban y pretender que no les daba vueltas. Pensaba, todos los días, que no era el momento de dar pasos hacia adelante y, por esa razón, seguía estudiando una carrera por la que, en el fondo, no tenía especial interés; y trabajaba a tiempo completo en una barraca de perritos calientes que me tocaba limpiar a fondo cuatro de los cinco días laborables, llegando a casa asqueada y con olor a aceite frío y repulsivo. Pero nunca era el momento de cambiar las cosas porque nunca tenía suficiente dinero, ni suficientes estudios, ni suficiente valor. Sin embargo, no había un solo día en el que no me durmiera pensando que mi vida era una auténtica pérdida de tiempo, que no me apetecía estudiar ni trabajar y que estaba demasiado cansada como para salir con amigos de los que, además, me había alejado hacía tiempo.

Me despertó un intensísimo rayo de sol. Me preparé un café y salí a bebérmelo al balcón, desde donde podía ver la caja encima del sofá. La miraba fijamente y, a cada sorbo, la miraba con más intensidad. Mi pie derecho llevaba ya un par de minutos bailotenado a una velocidad inapropiada para un pie cuando cogí la caja y la metí en la cesta de mi bicicleta.

No había mucha gente en el lago a pesar del soleado día y la agradable brisa. Me encantaba pasear por allí, creo que era de mis puntos favoritos de la ciudad. Me senté en un banco, abrí la caja y empecé a leer, desde las cartas más antiguas hasta las más recientes. Y desapareció el lago con sus patos y sus cisnes y sus peces, y apareció la voz que imaginaba que era de mi padre hablando de un sitio abandonado en el que podía esconderse unos días. No sabía cómo iba a conseguir la comida pero, total, con los nervios no tenía demasiada hambre. Y una frase que decía que cuando llegue al sitio donde me exiliaré el resto de mi vida te enviaré las cartas a la tienda de Juanma. Así que el señor que le había estado llevando las cartas a mi abuela a la residencia era Juanma, el dueño del todo a cien donde mi abuela compraba compulsivamente antes de su enfermedad.

Seguí el rastro escrito de mi padre que decía que lo mejor era no hablar de lo que había pasado mediante correspondencia y, durante un tiempo, las cartas que mi padre escribía parecían más una especie de diario de conciencia. Escribía sobre el dolor que le provocaba la soledad y la angustia que sentía cuando se hacía consciente de que no iba a poder volver a ver lo único que, hasta ahora, conocía. Y una frase que leí cientos y cientos de veces en pocos segundos: voy a echar muchísimo de menos a Ingrid, a la que jamás llegaré a conocer. Se me arrugó el corazón al imaginarme a mi padre tomando consciencia de su propia hija.

Mi mirada se perdió en lo más profundo del lago intentando organizar la información que había leído hasta ahora, imaginándome a mi padre huyendo de su ciudad y sus personas. Me imaginé su despedida, si es que la hubo, porque también me imaginé una huida rápida y sin explicaciones, dolorosa hasta cierto punto. Me imaginé a mi madre embarazada de mí, o conmigo en brazos, recién nacida, preguntándose qué había hecho mal para que su marido la abandonara de esa manera. Quería hablar con ella y preguntarle si de verdad no sabía nada de todo esto, si nunca había sospechado de cómo se habían desarrollado realmente los hechos.

Seguí leyendo, cartas de cuando mi padre ya había conseguido llegar al lugar en el que se encontraba, supuestamente, fuera de peligro. Pero seguía teniendo miedo de escribir demasiada información, así que no podía sacar mucho de ahí. Que si la habitación en la que estaba era muy acogedora, que si había conseguido un trabajo sin contrato, que si tenía un amigo nuevo. Pero no ponía nunca nada sobre el Aleph, sobre lo que pasó con su mejor amigo, sobre el hecho de que él mismo lo mató, sobre si se arrepentía o no.

No conseguí leer nada que me ofreciera alguna pista que seguir cuando terminé de leer todas las cartas.  Lo único que conseguí fue quedarme con una angustia extraña al saber, ahora, tanta información sobre mi padre. Creo que nunca le había dedicado tanto tiempo, nunca había hablado tanto sobre él, nunca había escuchado tanto sobre él. La sombra de mi padre era un espectro que todos sabíamos que teníamos que evadir porque, en el fondo, pesaba mucho y tenía vida propia. Me enseñaron, desde pequeña, a huir de mis preguntas y a pensar que es malo querer saber más allá de lo que sospecho. Y estaba ahí, en el banco del lago, viendo a la gente pasar, como hacía mi abuela desde su ventana de la residencia; la estaba imitando una vez más, limitándome a leer las cartas de su hijo y guardándolas en un altillo para hacer como si nada pasara. Y mi niña interior me miraba con cara de duda y yo volteaba la vista porque era demasiado esfuerzo resolver el pasado.

– Tú quieres enterarte de las cosas, ¿verdad? – le dije a esa niña, a la que podía ver en al final de todos mis pensamientos – ¿a tu corazón le apetece saber la verdad?

Publicado por

Isabel

Madrid, 6 de julio de 1993 - Estudié filología hispánica en la Universidad Complutense de Madrid y tengo la inmensa suerte de dedicarme a ella cuando no tengo que trabajar.

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