Un cuento de Elena Poniatowska
Nota previa: Puedes leer el cuento aquí.
Las lavanderas es un cuento muy cortito que está cargado de información. Lo cierto es que he encontrado poco o nada al respecto de este cuento en Internet, así que el análisis de hoy carecerá de fuentes porque básicamente sale todo de mi propia interpretación. Esto me gusta porque da lugar a que algún lector me escriba un comentario diciéndome que no he entendido absolutamente nada de lo que he leído y me de una explicación que me haga abrir los ojos. Por favor, hacedlo.

Me tomo la libertad de dividir el cuento en dos partes perfectamente divisibles: una, en la que se nos muestra a las lavanderas y su situación laboral; y, otra, en la que aparece doña Lupe contando el fallecimiento de su padre. Ambas partes reflejan el pueblo mexicano de la época.
De la primera parte nos llamará (o no) la atención el estado precario en el que trabajan las lavanderas. Están -alejadas de la ciudad (la ciudad ha quedado atrás; retrocede , se pierde en el fondo de la memoria)- ellas, lavando, bajo la terca mirada de doña Otilia, que las vigila, que les exige su labor, sin importar cuáles sean las circunstancias.
Allí está el jabón, el pan de a cincuenta centavos y la jícara morena que hace saltar el agua. Las lavanderas tienen el vientre humedecido de tanto recargarlo en la piedra porosa y la cintura incrustada de gotas que un buen día estallarán.
Y escribe también que las manos se inflaman, van y vienen, calladas; los dedos chatos, las uñas en la piedra, duras como huesos, eternas como conchas de mar. Una clara denuncia a la precaria situación laboral que se sucedía en México en aquel momento. Prueba de esto es, además, el acertadísimo diálogo que tienen mientras lavan, y que sirve de refuerzo a la denuncia social.
– Del hambre que tenían en el pueblo el año pasado, no dejaron nada para la semilla.
– Entonces, ¿este año no se van a ir a la siembra, Matildita?
– Pues no, pues ¿qué sembramos? ¡No le estoy diciendo que somos un pueblo de muertos de hambre!
– ¡Válgame Dios! Pues en mi tierra limpian y labran la tierra como si tuviéramos maíz. ¡A ver qué cae! Luego dicen que lo trae el aire.
-¿El aire? ¡Jesús mil veces! Si el aire no trae más que calamidades. ¡Lo que trae es puro chayotillo!

En la segunda parte llega doña Lupe y cuenta que su padre, que era campanero, ha muerto porque la misma campana, que se ha caído mientras la hacía sonar, lo ha matado. Las lavanderas escuchan, se lamentan, obvio que les parece una injusticia. Pero ya. No hay asombro, no hay enormes lamentaciones, solo hay trabajo. Las muchachas siguen lavando como siempre, siguen haciendo su trabajo porque la vida sigue y el trabajo hay que hacerlo rápido y sin distraerse, por muy mala que sea la noticia. Arriba, el aire chapotea sobre las sábanas, fórmula que abre y cierra la narración como símbolo de que nada pasa, nada importa, nada es diferente.
También de esta parte me parece muy destacable la simbología de la campana. Dice doña Lupe que entonces, todos los del pueblo agarraron la campana y la metieron a la cárcel. O sea, el pueblo, en calidad de unión y fraternidad, denuncia al causante del daño y lo encarcela. ¿Qué o quién es la campana? ¿Es, acaso, el sistema político que, en un utópico escenario, es denunciado y castigado por el pueblo en representación de la clase obrera (el padre de doña Lupe, las propias lavanderas)?
Por último, para destacar un aspecto más formal del cuento, diré que me ha encantado el lenguaje coloquial que utiliza Elena para lograr más realismo y empatía, seguramente. Lo observamos en palabras como chapoteo, chayotillo, quedito o jalan.