Eran las cuatro y once de la madrugada cuando me llamaron por teléfono. Se podía escuchar la lluvia caer fuertemente sobre la ventana de mi cuarto alquilado de Madrid. Sonaba también el viento, muy fuerte, muy violento, y me estaba muriendo de frío. Todas mis sensaciones corporales se habían amalgamado en el pecho, como si ahí hubiera un imán capaz de atraer todo, o como si todos mis órganos se hubieran agolpado alrededor del corazón.
– Ingrid – dijo la voz al otro lado del teléfono – hemos encontrado a tu padre.
Solté, muy lentamente, todo el aire que había retenido antes de escuchar esas palabras y me puse tan nerviosa que quería colgar el teléfono y tirarlo por la ventana. Respira, respira, respira.
– Pero está muy enfermo y no puede hablar.
Me llamo Ingrid y llevo tres años y medio buscando a mi padre, aunque lo echo en falta desde que soy pequeña. Su ausencia ha marcado todos los aspectos de mi vida pero, en un momento dado, me acostumbré a ella y no llegué nunca a necesitar mucho más que a mi madre. Me acostumbré a no necesitarlo, a no felicitar el día del padre a nadie; a hacer el dibujo del día del padre en el colegio y tirarlo a la basura nada más salir de ahí. Mi vida se construyó alrededor de un no conozco a mi padre y un no, yo a mi padre no lo he visto nunca. Aunque, de ser sinceros, lo había visto mil veces en tres fotografías que mi madre custodiaba en su armario y que, creo, no sabía que yo sabía dónde estaban. Pero las miraba casi todas las semanas: una de ellas mi padre vestido de servicio militar, con la camisa desabrochada y bajada, mientras es tatuado; está mirando a la cámara con una sonrisilla que me recuerda a la de alguien. La segunda fotografía es él apoyado a una barandilla de madera, con un cigarro en la mano derecha y toda una playa de fondo. Y, por último, la tercera, mi madre y mi padre en lo que creo que es el mismo escenario de la segunda foto, dos bustos, mi madre con el cigarro en la boca y mi padre con la misma sonrisa de la primera foto.
Nunca he querido saber nada de él hasta que mi abuela, que tiene la enfermedad de Alzheimer, me dijo que mi padre asesinó una vez a un hombre, a su mejor amigo, porque este le había robado un tesoro muy preciado.
– ¿Qué tesoro? ¿de qué hablas, abuela?
Tuvieron que pasar varias semanas de visitas y conversaciones a solas con mi abuela para que se pudiera repetir esta conversación en la que, por fin, me habló de que se trataba del bote de pintura del color blanco más blanco del mundo; con tantísima luz que, cuando lo abres, puedes ver el Aleph del que habla Borges en su cuento. Mi padre asesinó a su mejor amigo porque ambos luchaban por encontrar ese bote de pintura, o porque lo encontraron y sucedió algo; y mi abuela, única testigo, o la única que sabía esto, encubriendo a mi padre, me lo soltó en un momento de demencia y mi cabeza empezó a coleccionar preguntas.