Perdónalo

Abrió los ojos y lo primero que vio fue una manchita de humedad que tiene en el techo. Tenía la sensación de que era muy temprano porque, de hecho, era muy temprano. Eran las seis de la mañana: lo vio en su reloj cuando giró levemente la cabeza. Pero no fue hasta que giró todo el cuerpo y hundió su cabeza en las almohadas cuando sintió un mareo. Un mareo que podía sentir en todo el cuerpo y cuyo epicentro parecía el estómago, con esa sensación horrorosa de querer vomitar. Se giró de nuevo y abrió los ojos, y la manchita de humedad no paraba de dar vueltas.

Se incorporó lentamente de la cama, asustada, e hizo unas cuantas respiraciones porque, no sé, como que lo primero que te sale antes de enfrentarte a algo que no entiendes es respirar profundamente. Y parecía que el mareo se había pasado un poco, aunque se sentía como flotando, como con la cabeza en algún otro lugar. Bajó despacio las escaleras, y preparó lentamente el café porque tenía la sensación de que se iba a desvanecer. Ella, no el café. Todo parecía normal, todo parecía sensorial, hasta que abrió el cajón de los cubiertos y todo volvió a dar vueltas. Esta vez más rápido y con todos los colores de la cocina difuminados. Sus ojos se pusieron en blanco y empezó a sudar. Que se pase, por favor, que se pase este mareo. Pero, por más que respirara, no conseguía que las cosas, o su cabeza, dejaran de dar vueltas. Y, esta vez, escuchó el ruido de un suave y lejano carrillón de viento. Y los colores difuminados de la cocina se unieron todos ellos para crear una forma humana que después relacionó con la de su madre. Su madre muchos años atrás, con el dedo índice de la mano derecha sobre sus labios, con gesto censurador.

Cerró los ojos y cayó al suelo, llorando porque se había acordado de todas las veces que su madre le había dicho no digas nada, obligándola a mentir y a ver a todos como enemigos. No podía levantarse del suelo, hacía fuerza con los brazos pero era insuficiente. Avanzó un poco, arrastrándose, hasta el salón, sin levantar la vista. Y otra vez el sonido del carrillón de viento, ahora más cercano, más sonoro, y las maderas del suelo comenzaron a dar vueltas y a unirse en una sola que se elevaba hasta el techo. Ahí pudo levantar la mirada y ver que la madera tomó la forma de una cruz, la cruz de Cristo, seguramente, y una voz que decía perdónalo, tienes que perdonar sus actos. La protagonista de nuestro cuento, que también es la autora pero no la narradora -porque la narradora soy yo-, intentó gritar, sudada entera, pero no le salía la voz. El sonido del carrillón de viento se hizo cada vez más intenso, más estridente, y la voz que rogaba perdón intentaba superponerse, pero no podía. La cruz se partió en mil pedazos y el cuerpo de la protagonista y autora quedó en el suelo, temblando, llorando, secándose las lágrimas, tosiendo de vez en cuando.

Cuando consiguió serenarse se sentó y miró a su alrededor: todo parecía real, normal, en su sitio. Decidió darse una ducha y salir a que le diera un poco de aire. Quizá fuera buena idea ir a la librería, pensó.

Hojeaba un libro mirando de reojo a todas las personas que estuvieran a menos de dos metros de ella. Miró una estantería, después a la dependienta y, por último, la puerta de la calle donde, arriba del todo, había un pequeño carrillón de viento. Al verlo, se le escapó el libro de las manos y, al recogerlo, alguien entró por la puerta haciendo sonar el instrumento, y ella ya no sabía si eso era parte de un nuevo mareo, si era que de verdad la puerta lo estaba haciendo sonar, si estaba soñando o si todo era parte de su imaginación. Pero ahí estaba el sonido delator. Bajó su mirada al libro que iba a recoger del suelo, que se abrió solo y cuyas páginas se pasaban a toda velocidad, como movidas por una fuerte ráfaga de viento. Intentó alcanzarlo pero se alejó completamente de su mano, que ahora estaba llena de sangre. Otra vez intentó gritar pero no pudo y volvió a escuchar, como en un susurro, la voz que exigía perdón. La voz era como la de un cura, que era como Dios: no podía verlo, no sabía si estaba ahí o no, pero podía sentirlo y podía saber que era él. Y ese cura le volvía a decir que tienes que perdonar sus actos porque no sabía lo que hacía. Solo si lo perdonas tu alma estará en paz y estos mareos cesarán. Y, según oía esas palabras, ella se llenaba más de rabia porque sabía a qué se refería. Sabía a quién se refería. Volvió a mirarse la mano y su sangre se elevó hacia arriba, como lo había hecho la madera del suelo, y tomó la forma de su madre con el mismo gesto censurador de antes, suplicando su silencio, haciéndola parte de un rencor obsceno y cruel, infanticida. Y, esta vez, le salió un grito de rabia tan terrorífico que hizo que se cayera y rompiera el carrillón de viento de la puerta. Pero el sonido al caer fue como el sonido de cien mil cristales caer en otros cien mil cristales. Y sus oídos empezaron a sangrar y la sangre formaba la palabra “odio” y esa palabra se extendía como un hilo y se enrollaba en su cuello, asfixiándola. Con tal asfixia no podía hacer ninguna respiración para ver si todo dejaba de dar vueltas así que solo se le ocurrió dar golpes al suelo y, a cada golpe, se escuchaba al cura decir por mi culpa, por mi gran culpa. Y los golpes cada vez eran más lentos y fuertes y la palabra culpa cada vez más acentuada. El cura y su madre se unieron en una sola sombra, su propia sombra. La sombra de ella misma toda oscura, sin identidad, sin ojos, pero con su misma forma, que levantaba un brazo y saludaba mientras decía: “somos el resultado del odio, somos odio”. Y ella le contestó que tú solo eres mi sombra pero no tienes ni un poquito de mi identidad.

Abrió los ojos y se encontró en postura de recoger el libro que se le acababa de caer, pero tenía a alguien al lado sujetándola de un brazo.

– ¿Estás bien? – le preguntó.

– Sí, sí, lo siento. Es que me ha dado un pequeño mareo.

Birmingham 2021