DOS BARRAS Y MEDIA, POR FAVOR

[…] pero luego me sigo preguntando: ¿y si en cambio fuera la vida?, la vida con su inmanencia y su perentoriedad, que se deja sorprender en un instante y nos mira con sarcasmo, porque está allí, fija, inmutable, y en cambio nosotros vivimos en la mutación, y entonces pienso que la fotografía, igual que la música, capta el instante que no logramos captar, eso que hemos sido, eso que habríamos podido ser […]

Antonio Tabucchi, Para Isabel. Un mandala

Todas las mañanas la misma espera, en el mismo sitio, desde que tengo uso de razón. Al principio, con mamá o con la abuela y, ahora, solo, completamente solo. Supongo que podría ir al supermercado pero soy persona de costumbres y me gustan las cosas de calidad y el pan recién horneado. Por eso no voy al supermercado y vengo a la tahona. Casi siempre las mismas caras y los mismos pedidos: por lo general, gente de la tercera edad que compra una pistola y media y unos pastelitos si es domingo. Yo siempre cojo una baguette y algún dulce (voy alternando) pero todos los días me gusta coger uno. Que si unos croissants con chocolate, que si una palmera de azúcar, una caña rellena de crema, la cajita pequeña de pasteles variados; en fin, siempre algo dulce. Me gusta comérmelo a la merienda con el café. La espera en la cola ronda la media hora de duración. No hablo nunca con nadie, suelo estar observando lo que piden las demás personas, los pasteles que tienen, las nuevas tartas que les llegan o cómo hacen su trabajo las dependientas. Esto último es casi lo único que hago desde que llegó la nueva. Era nueva pero se desenvolvía con soltura, como si llevara años trabajando ahí. En seguida se hizo con el nombre de los clientes de la tercera edad, y los saludaba con una amigable sonrisa de dentadura perfecta. Manolo, buenos días, media y unas magdalenas, ¿verdad? A veces utilizaba una ironía de lo más tierna cuando les decía No me diga usted, señora María, que hoy quiere una y media, ¡qué rebelde se me ha levantado! Con los clientes jóvenes era también muy agradable, pero se ahorraba la condescendencia. Al principio me fijaba solo en eso, en cómo atendía pero, luego, con el tiempo, fui fijándome en numerosos detalles. Observaba, por ejemplo, el leve y lento movimiento de sus ojos entre mis ojos y el pastel que elegía para que lo introdujera en la cajita; la delicadeza del movimiento de sus dedos al colocarlos. Me parecía maravillosa incluso cuando barría el suelo o alineaba las barras de pan, cuando las sacaba de la bandeja y las colocaba todas.

La cola de la tahona era tan larga que los quince primeros minutos los esperaba siempre en la calle, donde no podía ver si quiera el interior de la tienda. Según iba avanzando, alzaba un poco la cabeza para ver si la localizaba, como si estuviera en un concierto de rock. Estaba nervioso, me ponía tenso, quizá me estuviera enamorando. Pensaba siempre en preguntarle por su nombre, ir cogiendo confianza con ella, que me conociera un poco para poder pedirle una cita o algo de eso. Pero, cuando llegaba mi turno, solo me salía pedirle lo que quería con calma, con lentitud, dudando, para poder observar cada cosa que hacía: el pan que envolvía en papel, los croissants de chocolate que metía en la cajita. Y me encantaba ver cómo se sacudía las migas del delantal mientras me sonreía. Mi actividad favorita del día pasó a ser la de ir a comprar el pan, sin duda, solo porque ella estaba ahí. Todas las mañanas el mismo ritual de observación cuando ella cogía cualquier dulce que le pedía y yo, que quería alargar el momento, pedía cada día más pasteles, y los elegía cada vez con más detenimiento. Pero no me atrevía a pedirle opinión, sugerencias de gustos, su nombre o una cita. Me iba de la tahona siempre con dos bolsas repletas y la sensación de que se me olvidaba algo importante.

Al principio, las cosas que compraba se me ponían malas porque, evidentemente, no me daba tiempo a consumirlas. Luego tomé la inteligente decisión de donar parte a los mendigos que estaban en la calle, que eran unos cuantos. Ahora ellos ansiaban el comienzo del día, y me sonreían con ilusión en mi camino hacia la tahona porque sabían que desayunarían unos dulces deliciosos. Y, ya que estaba, les compraba un café recién hecho y calentito. También ese se convirtió en uno de mis momentos favoritos del día, me resultaba clasistamente gratificante ver sus caras de alegría al repartirles el desayuno, un desayuno que yo solamente compraba porque caprichosamente quería estar más cerca de la dependienta, y que ellos consumían con hambre real.

Una de las mañanas, después de esperar religiosamente la cola, alzaba mi cabeza y me parecía no verla. Me puse nervioso, no podía ver bien porque aún estaba lejos y había muchas cabezas delante de mí pero, al mismo tiempo, siempre podía verla a esa altura de la cola. Avancé y, una vez dentro de la tahona, pude corroborar que no estaba. O que, al menos, ese día no estaba despachando. Compré solamente una barra de pan y, al pasar por la calle donde hacía yo mi obra de caridad con los mendigos, recordé que no había cogido nada para ellos. Mierda, lo siento, es que… no sé qué me ha pasado, hoy es un día… diferente, sí, eso es, ¡diferente! Os invitaré a un desayuno completo en el bar. Estaban agradecidos, por supuesto, pero su cara no era la misma que la de siempre. No es lo mismo un desayuno corriente y moliente de bar que unos suculentos dulces. Ellos no me dijeron nada, yo me sentí mal y esa tarde no pude dejar de darle vueltas a las caras de desilusión disimulada que había en ellos.

Ahora tenía dos preocupaciones: que la dependienta había desaparecido de su puesto de trabajo y, por consiguiente, no había podido observarla; y que los mendigos se habían llevado una desilusión. Aunque lo de los mendigos era más bien un cargo de conciencia pesadísimo y cruel. Sus caras, sus caras… esas caras que no paraban de aparecer en mi memoria, como si se tratara de unas diapositivas infinitas.

Volví al día siguiente con la esperanza de verla de nuevo, de que su ausencia hubiese sido solo cosa de un día: una cita con el médico o tener que cuidar de algún familiar. Pero no, no estaba. No apareció en toda la semana. Los mendigos no desayunaron en toda la semana. Lo siento, chicos, no tengo nada más que disgustos, les decía, sin mirarlos a la cara, para luego no poder acordarme de ellas. Pasaron un par de semanas y la situación seguía siendo la misma, solo que yo ya no tenía esperanza alguna de volver a verla. Sin embargo, un día, sucedió que la vi al fondo de la cola, esperando ella también, como un clienta más. Estaba como a cuatro metros de mí pero podía distinguirla perfectamente, vestida con un jersey y unos vaqueros, vestida de calle. Con el pelo totalmente visible recogido en una coleta. Hablaba con alguien más, hablaba mucho, no sé de qué asunto. Hablaría, quizás, del hecho de que esté comprando el pan en su antiguo puesto de trabajo. Mi corazón empezó a latir con muchísima fuerza, tenía que hablar con ella porque quizá esa fuera la última oportunidad de verdad. Pero no me atrevía, nunca me atreví, nunca pude hablar con ella nada más allá de mi compra. Los latidos aumentaron, me hacía sudar de forma exagerada, como jamás había sudado; la respiración era cada vez más fuerte y dificultosa hasta que no aguanté más y pude gritar ¡oye, tú! ¿cómo te llamas? ¡que me digas cómo te llamas!

El estruendo de mi grito proyectó un viento tan intenso que me tiró al suelo y la cola de la tahona creció, de pronto, kilómetros. Podía ver a la dependienta a lo lejos, muy lejos, y me pareció ver que me miraba achinando los ojos. Todo se volvió, de pronto, borroso, y un zumbido incesante en mis oídos me estaba provocando unas ganas de vomitar odiosas. Me retorcía de dolor y vergüenza cuando emanaron del suelo las sombras de los mendigos: oscuras, negras, sin rostro definido pero perfectamente identificable, con ese semblante entristecido que me estaba persiguiendo desde el día en que dejé de llevarles pasteles para desayunar. Las sombras se reían, giraban a mi alrededor con una risa que parecía un llanto y no era más que una súplica. Giraban cada vez más rápido, cada vez más intensas, creando un remolino de viento sobre mi cuerpo, que estaba aún postrado y retorcido en el suelo. Ella no te quiere, no sabe quién eres; nosotros, sí, nosotros sabemos perfectamente quién eres tú, decían entre llantos y risas y súplicas. Mientras pronunciaban este discurso aterrador, real, sincero, fueron alargándose hasta alcanzar el techo de la tahona y desaparecer, huidizas, por completo. La cola volvió a su longitud habitual y dos médicos postraban mi cuerpo en una camilla, directos a una ambulancia.

Una semana después volví a mi rutina habitual, porque el pan hay que comprarlo todos los días. Ahí estaba la dependienta, como si nunca se hubiera ausentado, con su delantal lleno de harina, su gorro blanco y pulcro sobre su cabeza, su sonrisa, sus delicadas manos escogiendo dulces, sus educadas preguntas y su condescendiente ironía a según qué ancianos. Me acompañaban los mendigos, como si fueran una tropa, que venían a elegir todos los pasteles que quisieran a cambio de no entrar en mi conciencia y despertarla. Todo me parecía como siempre pero, al mismo tiempo, sabía que algo extraño había sucedido. Se me había impuesto una nueva vida que, en parte, conocía, porque estaba compuesta de elementos que pertenecían a mi pasado pero, al mismo tiempo, ninguno de ellos me pertenecía. Jamás llegué a conocer a la dependienta ni a saber por qué se había ausentado o por qué estaba comprando el pan aquel fatídico día. Aunque, bueno, esa era mi versión; eso era lo que siempre había pensado pero, a lo mejor, simplemente estaba de vacaciones y yo jamás contemplé esa opción. No sé nada, yo no sé nada, solo puedo sentir el lastre de estos mendigos, o estas sombras, que alimenté una vez y ahora me acompañan, hambrientos, a todas partes.

Publicado por

Isabel

Madrid, 6 de julio de 1993 - Estudié filología hispánica en la Universidad Complutense de Madrid y tengo la inmensa suerte de dedicarme a ella cuando no tengo que trabajar.

4 comentarios en «DOS BARRAS Y MEDIA, POR FAVOR»

  1. Precioso relato donde se puede sentir, palpar, el anhelo de conocer a quien nos llama la atención de la manera menos esperada, la urgencia de saber todo de esa persona y el dolor al darte cuenta de que no lo vas a poder conseguir. Me ha gustado sobre todo el momento del ataque de ansiedad. Te felicito.

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