Era una mañana de verano despejada, fresca y despierta, con olor a café en cada esquina. Me despertó la tímida luz que entraba por mi ventana, dando la mano a una brisa encantadora que invitaba a bailar a las cortinas. Me incorporé suavemente, estirando mis brazos al compás de un bostezo, colocando delicadamente el tirante caído de mi camisón, acariciando mi pelo con los dedos hasta unirlo todo él en una coleta. Sábanas a un lado dispuesta a bajar, casi de puntillas, las escaleras que me conducían a la cocina. Preparé alegre el primer café del día y unas tostadas, dudando constantemente si acompañar también mi manjar con un zumo de frutas.
Finalizado por completo mi despertar, el jardín me invitaba a pasar un rato con él, a los brazos de un buen libro, así que me dispuse a ello. Se respiraban historias y calma, quietud del que sabe que todo va bien, que el peligro no tiene identidad ni poder. Nada parecía acecharme hasta que ocurrió algo: el cielo azul y despejado comenzó a poblarse de unas nubes negras y ostentosas que descargaban unos rayos que llegaban directos a mi pecho. Llegó el viento detrás de mí, dándome un empujón tal que caí al suelo de bruces. Y otra vez esa descarga en el pecho. El viento se hacía cada vez más violento y mi respiración comenzaba a verse afectada. Después vino la lluvia, una lluvia tan intensa que sentía que me ahogaba. Y esas descargas continuas en el pecho, el viento girando a mi alrededor, agarrándome fuerte por el cuello. Me agarraba tan fuerte y llovía tanto que comencé a sudar, a sudar y a querer vomitar. ¿Qué está pasando? ¿Cómo he podido llegar a esto? Si estaba todo normal hace unos segundos. Pero aquella tormenta invasora no me permitía escuchar la respuesta, solo podía pensar en que ese era el día y el instante en el que iba a morir. Aquella era la última vez que iba a poder disfrutar de la vida, estaba segura de ello; mi corazón iba a dejar de latir y el aire ya no entraría jamás a mis pulmones. A rastras, con el corazón hecho casi pedazos y con las malditas descargas deteniendo mi gateo cada pocos centímetros, conseguí entrar en casa y subir corriendo a la habitación. Podía ver la tormenta a través de la ventana y no evitar dejar de temblar. Quería gritar pero me había quedado sin voz, tenía un nudo en la garganta que me impedía preguntar a la tormenta quién era realmente y por qué me había invadido de esa manera, sin pedirme acaso permiso.
Entonces, comenzó a llover dentro de la habitación, y a tronar, y el viento descolocaba todo lo que tocaba dejando todo tirado por el suelo, y yo me llevaba las manos a la cabeza y gritaba, y otra vez volvía la descarga. No podía comprender qué pasaba, no tenía explicación para aquello que me estaba sucediendo pero no me atrevía a llamar a nadie para contárselo por temor a que me llamaran loca. Me acurruqué en una esquina de la habitación, cerca de la ventana, y lloré, lloré hasta que mis lágrimas se mezclaron con la lluvia; lloré hasta que se me hincharon los ojos. Y todo a mi alrededor seguía dando vueltas de forma descontrolada y los rayos seguían descargando su furia en mi pecho.
Volví a mirar un segundo por la ventana y vi que, allí fuera, todo se había calmado. Hacía exactamente el mismo sol que por la mañana y podía apreciar que la temperatura era igual de agradable. Pero dentro de mi habitación seguía la tormenta, los rayos y el viento que estaba poniendo todo patas arriba. No podía salir, estaba sumida en medio del pánico y ni siquiera me parecía real que afuera estuviera todo calmado y bonito. Me quedé atrapada en la tormenta de mi habitación. Cerré las cortinas y me volví a acurrucar en el mismo sitio, pensando cuándo iba a parar y cómo iba a recogerlo todo luego.
Bruselas, 2017
Me gusta esa metáfora de un momento vital que a todos nos toca. Gracias
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Gracias a ti por leerlo
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Curiosa la forma en que me conecto con cómo escribes.
Preciosa lectura para una tarde lluviosa como la de hoy.
Un verso, hermosa.
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Siempre tienes palabras bonitas para lo que escribo, muchísimas gracias ❤️❤️❤️
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