A la mañana siguiente me quería morir y, entre vómito y vómito, recordaba la edad que tenía y lo poco resistente que me había vuelto al alcohol. No pude parar de vomitar en toda la mañana y no me sentí bien hasta que Hannah me llevó a la fuerza a comer un desayuno inglés. Creo que me bebí como tres vasos de refresco durante la comida. Hannah se dedicó a decir, en un par de ocasiones, que al menos lo pasamos muy bien. No quise ni contestar. Yo no solo me encontraba mal físicamente sino que me sentía deprimida y nerviosa. Estaba triste, melancólica, sin ganas de nada, sin ganas de estar ahí. Tomé la decisión, en ese mismo desayuno, de que era hora de volver a Madrid. Quedaban apenas unos días para que comenzara el otoño y pensé que había tenido suficiente campamento de verano. Era hora de volver a casa.
Fuimos al estudio de Mamadú y la despedida fue de lo más natural. Guardamos nuestros respectivos números para mantener el contacto y nos dimos un abrazo cálido y sincero, como todo lo que hacía Mamadú siempre.
Ya en el tren de camino a Oxford, Hannah y yo estuvimos hablando de todas las cosas que habíamos hecho este tiempo atrás. De lo bien que lo habíamos pasado y de que el verano siguiente estaba invitada a su casa a pasar el tiempo que quisiera, descansando nada más, disfrutando de nuestra amistad. Después vi que se puso a llorar y yo, que estaba aún con la depresión de la resaca, me puse a llorar también y pensé que tenía mucha suerte de haber conocido a una persona tan especial como Hannah. En el fondo, vivía una vida que ya no estaba diseñada para ella, pero llena de privilegios. ¿Nos salvan los privilegios de un mundo hostil? ¿No convertimos nosotros en hostiles cuando no sabemos mirar más allá de ellos? Me acordé de Montse, mi compañera del puesto de perritos calientes. Si ella se hubiese cansado tanto de cuidar de algún familiar suyo jamás hubiera podido tomarse un año sabático para recuperar el tiempo perdido bebiendo vino de marca y hablando con sus amigos sobre arquitectura en una fiesta en una casa que no había pagado con unos canapés de catering. Montse habría tenido que seguir yendo al puesto de perritos calientes con sus ojeras, su falta de sueño y sus lágrimas a punto de estallar. Si Montse descubriese, de pronto, algo sobre su padre, no podría dejar su puesto de trabajo para irse de excursión internacional a pensión completa pagada con una herencia que jamás recibirá. Habría tenido que seguir yendo al puesto de perritos calientes consumida por la angustia y por las preguntas. Descubrí, en el tren, con la cabeza de Hannah apoyada sobre mi hombro, secándose las lágrimas y yo, mirando por la ventana, sintiéndome miserable por no encontrar un bote de pintura, que no comprendía realmente nada porque nunca me había pasado nada.
Nos despedimos en el aeropuerto con la promesa de volver a vernos y, en palabras de Hannah, de darnos una escapadita por Bath si cambiaba de idea. Sonreí, más convencida de que la vería en un año en el jardín de su casa que en Bath. Le di un abrazo intenso y me fui de vuelta a Madrid.
Cuando buscamos la respuesta a una pregunta nos enfrentamos a la posibilidad de encontrarla. Podemos, también, detener esa búsqueda, pero nuestra imaginación encontrará un abanico entero de posibles respuestas. Mi imaginación había querido que el bote de pintura desapareciera de la faz de la tierra y se convirtiera en algo del pasado, en algo de una generación distinta a la mía. Había querido, también, que lo siguiera custodiando Harvey, en Bath, porque era muy joven cuando lo compró y, por la descripción de Mamadú, dudo que quisiera deshacerse de él tan fácilmente. Ambas respuestas eran contradictorias y me llevaban a sitios diferentes. Ambas respuestas me daban igual. Por alguna extraña razón, lo que más me apetecía en ese momento era llamar a mi madre y volver a pasar con ella la velada que tuvimos antes de mi marcha a Londres.