CAPÍTULO 9

Cuando supe que el bote de pintura ya no estaba allí me decepcioné, me sentí cansada y volví a tener dudas. Otra vez empecé a no encontrarle sentido al viaje a ningún lugar en concreto que estaba realizando, para buscar algo que no sabía muy bien hacia dónde me iba a llevar. Y me sentía, también, cansada de estar dudando de lo mismo cada vez que algo no me salía bien.

Empecé a encontrarme agobiada con Hannah porque, en ese momento, solo me apeteció estar completamente sola, aislarme del mundo y no tener que hablar con nadie. Y estaba, en primer lugar, compartiendo su casa en Oxford y, en segundo lugar, compartiendo la habitación del hotel de Liverpool. Había hecho tanto por mí, me había acogido tan bien en su casa y en su vida que no sabía cómo decirle que necesitaba mi espacio.

Mamadú nos contó que le vendió el bote de pintura a un joven que para entonces tenía diecisiete años y era el único heredero del castillo de la fortuna de sus padres. Harvey, que era como se llamaba, se enteró de que Mamadú lo tenía el día en que acudió a una de las exposiciones donde se encontraba, por supuesto, el cuadro de la sabana africana. En seguida quiso hablar con el pintor, mostrándose muy interesado en el Aleph. En ese momento, ya quiso comprarlo, pero Mamadú no lo vendía. Cuando su hija enfermó, lo primero que hizo fue ponerse en contacto con él. Tan solo le bastó darme le nombre del castillo para hacerme entender que lo encontraría con facilidad si iba a Bath.

Yo ya estaba pensando que no quería ir a ningún otro sitio y que me iba a volver a casa en cuanto acabara mi estancia en Liverpool. Me sentía ridícula yendo de un lado para otro preguntando por un bote de pintura. Pero, sobre todo, tenía urgencia de desaparecer de ese sitio.

– Estoy un poco cansada, creo que han sido demasiadas emociones y descubrimientos. Si no os importa, me gustaría ir a dormir un rato al hotel.

Hannah me miró como si estuviera exagerando, como si fuese una neurótica incapaz de disfrutar de la vida. Pasó solo una hora desde que llegué al hotel cuando llamó a la puerta, como pidiendo explicaciones de por qué no le seguía el ritmo.

– Hemos reservado para cenar en un sitio maravilloso donde tocan música cubana en directo, ¿te vas a quedar aquí? ¿Sabes que eres demasiado joven como para vivir tan preocupada por todo?

Exasperada, ya sin paciencia, viendo que no era posible encontrar un solo momento de soledad sin escuchar la voz de nadie, viéndome incapaz de prestarle un mínimo de atención a mis pensamientos, solo pude contestar de forma directa:

– Hannah, yo soy así, ¿vale? Me preocupo por las cosas, me obsesiono con mis propios pensamientos, huyo de la realidad que no me interesa y de las cosas que me duelen cuando las pienso. Siento mucho que te de tanto coraje que la gente no sea tan espontánea como tú, que el leitmotiv de los demás no sea carpe diem y que no haya nada que te atormente. Pero he estado haciendo todo lo que querías hasta ahora y, por primera vez, te estoy pidiendo que me dejes sola con mi maldita sombra.

No se ofendió, ni puso cara de sorpresa ni se llevó la mano al pecho con resignación. Al contrario, me miraba tranquila, condescendiente, segura de que me estaba equivocando.

– Está bien. Si cambias de opinión, estamos en el bar Cubans.

Me alivió saber que se iba pero me quedé sabiendo que había dicho cosas de las que me iba a arrepentir en cuanto se fuera. Y, para colmo, antes de abrir la puerta se giró levemente hacia mí, pero sin mirarme a los ojos, a la cara siquiera, y me dijo:

– Si alargas demasiado tu sombra se unirá a la de los demás y tú seguirás pensando que es solo la tuya.

La miré, y mi mirada suplicaba una explicación, una contestación menos aleccionadora, un reproche más directo. Se fue y yo me quedé sola, y ni las lágrimas, que salían de mis ojos a toda velocidad, querían convivir conmigo.

Me quedé profundamente dormida y soñé algo que no pude entender jamás. Soñé que tenía enfrente de mí el cuadro de Mamadú y, del árbol que había dibujado, apartando las hojas con agresividad, salía el busto de mi padre, con la edad que tenía en las fotos y el gorro de la mili, y con unas manos inmensas y una sonrisa que se ampliaba agresivamente. El árbol se caía, pesado, hacia un lado, y la imagen de mi padre se hacía polvo. De pronto, estaba en la tienda de antigüedades de Londres y el dueño estaba sirviendo tazas de la pintura que contiene el Aleph, y yo gritaba y le decía que no lo desperdiciara de esa manera, que lo necesitaba para llevárselo a Mamadú y que pudiera regresar a más momentos de su infancia, para que no se olvidara nunca de África. Entonces, arrastrado por la ira, tiraba todo el contenido del bote al suelo y me decía que Mamadú era mi padre y que lo quemaría todo con su recuerdo.

Me desperté empapada en sudor pero tranquila, como si no acabara de regresar de un sueño terrible. El reloj marcaba las siete, justo la hora en la que Mamadú y Hannah estarían cenando. Me duché, me maquillé y me puse un vestido negro elegante que me llegaba por encima de las rodillas y cuyo escote era precioso. Me hice un moño, me puse mis pendientes, mi collar, unas sandalias y me fui al Cubans. Cuando llegué, estaban aún comiendo, así que me dio tiempo a pedir un plato para mí. Hannah no me miró de ninguna forma especial, ni tenía una actitud de reproche pero sí tenía una sonrisilla de te lo dije, si es que te saco demasiados años, sé perfectamente lo que te toca hacer en estos momentos. Menos mal que me has hecho caso. A mí se me notaba a leguas la intención de pedir perdón y, antes de poder terminar de pronunciar su nombre, me interrumpió para decirme que vamos a pedir más vino, querida, esta noche es para disfrutar solo el presente. ¡Carpe diem!

El vino comenzó a hacer su efecto y yo ya me sentía menos preocupada, más alegre, con más ganas de beatus ille, tempus fugit, locus amoenus (no sabía muy bien dónde porque me sentía totalmente fuera de lugar) y todos los tópicos literarios habidos y por haber. Hannah pidió unos chupitos y, antes de que nos los bebiéramos, le di un abrazo y le dije que la quería muchísimo y que sentía lo que había pasado en la habitación. Me contestó que también me quería y que las amigas a veces discutían, y que nosotras éramos amigas. Seguimos bailando sin parar y sin vergüenza. Recuerdo que sonó El cuarto de Tula y Mamadú simplemente se volvió loco. Bailaba con todos su ser y con toda su sonrisa, levantando las manos y cantando al unísono Ay, mamá, ¿qué pasó? Hannah y yo lo acompañamos, descalzas. Entonces, yo ya no podía parar de escuchar la música, que me había invadido por completo. Sentía la libertad que no conseguía sobria, me sentía dueña de mi propio cuerpo, esbelto y atractivo con ese vestido, moviendo las caderas, tocándome la cintura, soltándome el moño para que bailara también mi pelo. Me daba igual mi padre, el bote de pintura, el problema de alcohol de mi madre, la muerte de mi abuela, todo. Todo lo que no fuera ese preciso instante en el que rebosaba seguridad y autoestima, todo lo que estuviera alejado de lo que realmente sentía en ese momento, con esa música y esa euforia, me parecía completamente innecesario. En cuanto acabó la canción, me fui corriendo al baño a vomitar. Se acabó la noche, se acabó bailar y se acabó la euforia. Hannah me sujetaba el pelo y se reía y yo me reía con ella y le hacía bromas.

Salimos del bar con todas las luces encendidas, y yo decía adiós a todo el mundo, en voz muy alta, y les daba las gracias por la música. Ahora no recuerdo si lo dije en español o en inglés pero Mamadú, riendo, me cogía del brazo y me decía venga, señorita, vámonos. En ese instante en que Mamadú me agarró del brazo recordé el sueño y le pregunté si era mi padre, si él era mi verdadero padre. Ambos se reían y yo seguía pensando en ese sueño. Vomité una vez más y tuvimos que parar otras dos veces a que hiciera pis. Acabamos, finalmente, los tres sentados en un banco, exhaustos, borrachos, riéndonos, sin ganas, de todo. Tras un momento de largo silencio, pregunté, con una pronunciación y una vocalización pésimas:

– Mamadú, ¿a qué momento de tu infancia te gustaría volver si tuvieras otra vez la pintura esa que lo ve todo porque es mágica? – y ese “mágica” lo dije con el tono de quien cuenta un cuento de hadas, príncipes, princesas y duendes.

Tras otro silencio, contestó:

– Mi madre murió cuando yo tenía doce años, en casa. Si pudiera volver a un solo momento, sería el momento en el que me despedí de ella. Sí. Me encantaría volver a despedirme de mamá.

Publicado por

Isabel

Madrid, 6 de julio de 1993 - Estudié filología hispánica en la Universidad Complutense de Madrid y tengo la inmensa suerte de dedicarme a ella cuando no tengo que trabajar.

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