Mi madre hizo lo mejor que pudo, aunque yo siempre me he preguntado si basta con lo mejor que podemos para quedar exentos de culpa. Si es suficiente con comprender a los demás y escuchar su historia para que todo lo que hacen nos duela menos. Todos tenemos una historia que condiciona nuestro comportamiento y todos queremos ser escuchados, pensando que nuestras miserias son el pasaporte que nos lleva a lo prescrito. Al mismo tiempo, todos aseguramos que lo que tenemos por contar es digno de ser escuchado y que, en cuanto los otros lo hagan, no tendrán más remedio que disculparse por haber sido tan egoístas. Al final, el mundo se convierte en un lugar lleno de historias mezquinas.
Siendo adulta yo ya pude diagnosticar en mi madre un problema con el alcohol. Si no era una cerveza era una botella de vino o un licor o lo que fuera. Nunca la había visto borracha pero sí dormida, baboseando, en el sofá y, por eso, su vida era un desastre. Cuando tenía que trabajar se levantaba cada mañana con prisa y con la cara descompuesta y, los fines de semana, se despertaba con la misma cara pero sin prisa y seis horas más tarde. Mis primeros años de vida, como dependía de ella para ir al colegio, llegaba siempre tarde y, el día que ella lo quiso apropiado, teniendo yo unos seis años, me dijo: “A partir de ahora, vas a tener que ir sola al cole. Tú sólo tienes que mirar bien antes de cruzar la carretera”. Y, desde ese día, iba y venía yo sola, pero tampoco era tan raro por aquella época.
Para ella, tener una hija era como tener un hámster de mascota: te preocupas por él lo justo para que sobreviva. No venía nunca a las reuniones del colegio, ni miraba mis notas, mi me apuntaba a extraescolares y, cuando intentaba contarle algo, me escuchaba por encima y contestaba con monosílabos. Y yo no podía dejar de compararla con las demás madres y, cuando la miraba, ella sentada en el sofá con una copa de vino, riéndose por cualquier tontería que acabaran de decir en la tele, sentía que me repugnaba. A veces, íbamos caminando por la calle y me fijaba en su forma de andar, que también me repugnaba. Y su mirada, su manera de enfadarse conmigo. Todo en ella, absolutamente todo, me daba asco. Pero era un asco con el que convivía porque formaba parte de mi vida y todo lo que en ese momento formara parte de mi vida, aunque fuese malo, estaba ahí y no parecía molestar. Somos mucho más resilientes en nuestra infancia de lo que jamás llegaremos a ser de adultos.
Tuve que aprender a hacer todo sola, incluso cocinar, porque mi madre siempre decía que lo mejor era que cada una se hiciera su cena, que a esa hora siempre estaba cansada y a ella le valía con un yogurt. Incluso rellenaba sola la matrícula de inscripción del instituto y la llevaba, fijándome siempre en que todos iban acompañados de, al menos, un progenitor. Me fijaba siempre en los padres que acompañaban a sus hijos a todas partes y, realmente, no pensaba nada específico, solo lo observaba y mi corazón se encargaba de recoger el vacío que me provocaba esa visión.
Por esa razón, nuestra relación fue enfriándose cada vez más y prácticamente parecíamos compañeras de piso, hasta que me independicé y empecé a llamarla una vez al mes, más o menos, para tener una conversación de unos dos minutos de duración.
El día que le pedí explicaciones fue el día en el que mi visión hacia ella cambió un poco y dejó de darme asco. Fue el día en el que comprendí que mi madre fue una persona de mi edad, sin mí, tomando decisiones cotidianas. Que tiene una historia que contar, y que esa historia condicionó no solo su comportamiento con ella misma sino conmigo también. Ese día me pregunté qué hubiera hecho yo en su lugar y no obtuve respuesta porque hubiera necesitado vivir su vida para saberlo. Y la vida de mi madre, nuestra vida, es vivida solo por nosotros, de modo que nadie podría haber hecho nada en nuestro lugar.
Quedamos en mi casa para la hora de la cena. Preparé una lasaña de verduras y una ensalada de tomate y aguacate y, de beber, puse dos vasos de agua, aunque mi madre no tardó en preguntarme dónde tenía el vino. Corría una brisa un tanto caliente que hacía bailar las cortinas y, a veces, llegaban ráfagas de olor a asfalto mojado. Cenamos sin demasiada conversación, mi madre miraba a todas partes, como examinando la casa en la que había estado nada más que un par de veces. Miraba y gesticulaba con aprobación, como dándome el visto bueno o sorprendiéndose, no me quedó muy claro. Cuando terminamos de cenar, sirviendo las primeras copas de vino, le empecé a contar toda la historia de las cartas y el viaje de mi padre. Ella no sabía nada.
– Tu padre y yo tuvimos una relación de novios preciosa. Él era divertido, le encantaba bailar y contar chistes. Me llevaba a todas partes: al campo, de compras, a visitar pueblos, a la discoteca. Éramos muy felices, Ingrid. ¿Te lo imaginas? ¿Te imaginas a tus padres comportándose como novios que se están conociendo? Porque nosotros también pasamos por ese momento, cuando ni siquiera pensábamos en tener hijos. Cuando lo único que nos preocupaba era pasar tiempo juntos.
Ni siquiera me imagino a mi padre, pensé.
– La relación fue a más, como todas – prosiguió – y compramos el piso, nos casamos y me quedé embarazada de ti. Pero él ya empezó a estresarse con los preparativos de la boda, y se alejó un poco de mí. Tu padre odiaba planear las cosas y odiaba la rutina, el asentamiento. No soportaba la idea de vivir el resto de su vida en la misma casa, con la misma mujer, la misma hija y el mismo trabajo. No lo reconoció nunca pero yo sé que era así. Por eso se fue. Se fue a buscar el Aleph ese para ver si se iba a morir pronto y decidir si vivir la vida como una locura o no, según el tiempo que le quedara. Y, lo que según él, iba a ser un viaje de una semana como mucho, se convirtió en un viaje para toda la vida. Me preguntas si busqué explicaciones a todo esto y, ¿te crees que no? Acababas de nacer y yo quería a tu padre. No paraba de preguntar a tu abuela y, ¿sabes lo que me dijo un día? Me dijo: “no me extraña que mi hijo te haya abandonado, eres insoportable”. Y, desde entonces, asumí que no iba a volver.
>> Todo me vino grande, Ingrid… tenía que encargarme de las cosas yo sola y, sobre todo, de ti, que llorabas y tenías necesidades que no entendía. Y me recordabas a una vida que había planeado con tu padre, no sola. Te cogí un poco de manía o de asco, no sé por qué, y siempre me siento culpable pero es que es lo que siento y lo que siempre he sentido.
Hubo un silencio monumental en el que las dos agachamos la mirada hacia las copas, que volví a rellenar. Pensé que este vino estaba haciendo muy elocuente a mi madre.
En vista de que había vivido una versión equivocada, le conté todo: desde las cartas que encontré en la habitación de la residencia, las que más tarde había encontrado en el altillo de la casa de la abuela hasta mi conversación con Juanma, el del todo a cien. Mi madre parecía confusa y poco crédula y juntas buscamos información sobre el Aleph, el artículo del químico inglés y la dirección que me había proporcionado Juanma. La puse en Google maps, en modo Street view, y pudimos ver que se trataba de una tienda de antigüedades en el corazón de Londres: el Soho. Nunca había pasado tanto tiempo haciendo algo junto a mi madre. La miraba mientras ella cerraba un poco los ojos para ver bien la fachada de la tienda y me pareció ver otra madre, joven y lista.
Buscamos más y pudimos ver que la tienda llevaba abierta desde 1985, y parecía una tienda muy familiar, muy pequeña. Por lo tanto, la persona a la que mi padre entregaba las cartas tenía que seguir allí o, al menos, algún familiar.
– Voy a ir y voy a preguntar por papá, lo voy a encontrar y voy a hablar con él, tal y como he hablado hoy contigo.
A su manera, me dio su bendición, y dijo que se le estaba haciendo tarde y que estaba cansada. La velada había sido muy intensa, realmente, y habíamos hablado de muchas cosas que habían removido las emociones dormidas. A las dos horas de irse me mandó un mensaje al móvil diciéndome que, si encontraba a mi padre, que le diera recuerdos de su parte, y unos emojis de risa. Era obvio que estaba intentando tomarse todo esto con humor pero, en el fondo, no le hacía ni pizca de gracia. A los diez minutos, recibí otro mensaje: perdóname por haber sido tan mala madre. Sólo pude contestar con un hiciste lo que pudiste.